por Julia Bueno, psicóloga y profesional para la reducción de riesgos y daños en Centro de Convivência É de Lei
Traducido por Janaina Rubio Gonçalves
Versión original
En 2020 llega una pandemia al país, ya no le iba bien en salud pública, ni en educación, mucho menos en defensa de los derechos humanos, y además cuenta con una política de drogas que se convierte cada vez más en un pacto de racismo estructural en nuestro país.
En 2015, vimos a la Corte Suprema Federal (CSF) iniciar un debate que ya había sido propuesto desde 2011 por la Oficina del Defensor Público del Estado de São Paulo sobre la despenalización de la posesión de drogas, impulsado por el caso de un hombre que fue condenado como traficante de drogas con posesión de solo 3 g de marihuana. Este debate del CSF se ha pospuesto desde entonces, y debido a los conflictos políticos de Brasil ha sido ignorado. Desde entonces, en lugar de avanzar hacia una legislación sobre drogas que sirva para desencadenar masivamente a la población negra y periférica, estamos creando leyes aún más desiguales, crueles y racistas, en las que un adolescente blanco puede fumar marihuana desde el balcón de su apartamento, mientras un adolescente negro en la periferia, incluso si no fuma marihuana, puede ser arrestado o fusilado.
Vimos algunos “avances” en el debate sobre las drogas en Brasil en relación con la marihuana medicinal, que aún no se acerca al ideal de garantizar la libertad de plantar y producir su propio medicamento, teniendo en cuenta que la importación de un aceite de marihuana medicinal actualmente cuesta más de mil reales. Este hecho trae consigo una enorme disminución del perfil socioeconómico de la población que podrá tener acceso a este medicamento, teniendo en cuenta que puede producirse fácilmente en el hogar, pero que aún se considera un delito.
En 2019, una estrecha relación con el fascismo que vino con el B17, tan deseado y soñado en nuestra nación, también vimos un aumento en la vigilancia policial en las calles, violencia policial en las periferias, además de los exterminios que hemos contado en silencio en los bailes funks. También se aprobó una nueva legislación sobre drogas, que impone un nuevo momento para la salud mental en el país, haciendo que las comunidades terapéuticas sean la única opción de tratamiento para las personas que consumen drogas, ignorando la reducción de daños.
Debemos preguntarnos cuál es el futuro que deseamos para nuestro país en relación con la guerra contra las drogas, que cada vez más demuestra ser, en realidad, contra ciertas personas. Es necesario posicionarse de manera responsable y articular un debate abierto e integral sobre este tema, en lugar de querer escapar de los problemas estructurales y simplemente viralizar en Internet con un debate superficial que da voz solo a aquellos que ya tienen libertad (social y económica) de fumar su flor en la comodidad de su hogar.
Es importante comprender, debatir y defender la multiplicidad y diversidad que impone el debate sobre las drogas, y eso significa enfrentar sus incoherencias y considerar que, muchas veces, estamos avanzando hacia la libertad individual, que solo accede a aquellos que tienen poder económico y social, en relación con el consumo de marihuana.
No podemos ignorar el exterminio que sufre la población negra y periférica, cuando se les identifica como usuarios o narcotraficantes, solamente por su color de piel y el lugar donde viven, la misoginia, que diferencia entre los usuarios y usuarias en la manera que serán castigados, y cómo el uso de drogas y la legislación será diferente cuando se desarrolle en la comunidad LGTBI. Nuestra lucha no consiste en ver a un joven blanco con rastas sosteniendo un porro encendido en la mano.